Una noche que no conoce el alba: Osip Mandelstam por Javier Gil






“Stalin: ¿Pero es o no un maestro?; Pasternak: ¡No se trata de eso!; Stalin: ¿De qué entonces?; Pasternak: Me gustaría encontrarme con usted... Que habláramos.; Stalin: ¿Sobre qué?; Pasternak: Sobre la vida y la muerte...”. Así acabó una extraña conversación entre Stalin y Borís Pasternak sobre Osip Mandelstam (Varsovia, 1891-Vladivostok, 1938), uno de los grandes poetas rusos del siglo XX, que corrió la misma suerte que otros muchos, perecer en uno de los tantos campos de trabajo repartidos por la URSS (en su caso, en un campo de tránsito en el extremo oriental del país, cerca de Vladivostok, cuando se encaminaba a la región de Kolymá). 

Esto fue en diciembre de 1938, pero su calvario comenzó años antes, en mayo de 1934. Entonces, Osip Mandelstam fue arrestado por primera vez en relación a un poema que había compuesto y recitado a diferentes personas. El factor que hacía “tan peligroso” el poema que aterraba a todo aquel que lo oía era su tema, Stalin, y el tono satírico y crítico con el que lo retrataba. Todos sabían que algo así solo podía traer desgracia, especialmente teniendo en cuenta que los soplones del estado podían estar en cualquier parte y cualquiera podía ser uno de ellos.

La condena inicial fue de unos años fuera de las “ciudades prohibidas”, como Moscú o San Petersburgo, una fórmula por la cual la entrada a determinadas ciudades estaba prohibida para los condenados por motivos políticos. Para la época, esta condena a priori resultaba benévola (su amiga la poeta Anna Ajmátova la consideró “vegetariana”). Su vida a partir de ese momento se convirtió en un continuo periplo o vagabundeo y durante gran parte de él sin posibilidad de encontrar un medio para ganarse la vida. 

Todo esto, desde ese fatídico día de 1934 hasta la muerte del poeta, fue relatado con una lucidez sin concesiones por su viuda, Nadiezhda Mandelstam, en uno de los testimonios más exhaustivos de este periodo, unas memorias que tituló Contra toda esperanza. “Nadiezhda” significa “esperanza” en ruso y sobre esta paradoja escribió en el libro: “¿Por qué me habrán dado el nombre de Nadiezhda en los umbrales del nuevo siglo, al comienzo mismo del fratricida siglo XX? (...) No se puede vivir sin esperanza, pero pasábamos de una esperanza fallida a otra”. 

A lo largo de estas memorias dejó plasmados el terror y desasosiego en el que vivieron estos años, fue el testigo de una época y unos acontecimientos a los que pocos sobrevivieron y pudieron dar cuenta cabalmente: “Y llena de horror me decía a mí misma que entraríamos en el futuro sin testigos capaces de atestiguar lo que fue el pasado. Tanto fuera como dentro de las alambradas todos habíamos perdido la memoria. Sin embargo, había personas que desde el principio se plantearon como misión la de no conservar simplemente la vida, sino la de ser testigos”. Y uno de esas personas, como decíamos antes, fue ella misma. 





Su memoria, además de dar testimonio de esa época, también sirvió para conservar la poesía que su marido escribió durante todo el periplo desde esa fatídica madrugada de mayo de 1934, cuando comenzó su calvario acusado de “actividades contrarrevolucionarias”; su memoria y las copias que de esta fue repartiendo sirvieron para que la policía no pudiera hacerse con todo en los registros a los que eran sometidos tanto ellos como sus contactos. Como cuenta en el capítulo “El archivo y la voz”: “Algunos poemas y textos en prosa de Mandelstam desaparecieron, pero se ha conservado la mayor parte y esta es la historia de mi lucha contra las ciegas fuerzas de la naturaleza que intentaron arrasarme a mí y a los pobres trozos de papel que conservaba”.

La vida literaria de Mandelstam comenzó de la mano de los acmeístas, movimiento artístico que surgió como reacción a las posiciones de los simbolistas (equivalente a nuestros modernistas) y que pretendía abrir la cultura rusa al resto del mundo. Según la definición que del mismo dio Mandelstam, el acmeísmo es "la nostalgia de la cultura universal". Entre sus fundadores se encontraba Nikolái Gumiliov, primer marido de Anna Ajmátova. De los formantes del grupo, la propia Ajmátova y Mandelstam han quedado como sus representantes más importantes. Antes de su detención había publicado algunos libros, como Trisita (1922), pero, paradójicamente, de esa época de tormentos y miedo surgió lo más importante de su obra, como Cuadernos de Voronezh, del que traemos aquí un fragmento (en traducción de Jesús García Gabaldón). 

Voronezh fue una de las ciudades en las que pasó junto a su esposa ese exilio interior que supuso un paréntesis entre su primera detención y su muerte (de “milagro” lo califica Nadiezhda: “El milagro nos salvó y nos concedió el don de tres años de vida en Voronezh”). Parece ser que la condena quedó minimizada en un primer momento por la intercesión directa de Nikolái Bujarin (que ya había intercedido en favor de Mandelstam con anterioridad) y la de Borís Pasternak. Como contábamos al inicio de este artículo, el mismísimo Stalin llamó a Pasternak para saber de la “maestría” de Mandelstam. A Pasternak, por el contrario, lo que le importaba era la superviviencia de su amigo, de ahí su “no se trata de eso”, sino “sobre la vida y la muerte”. 

Parece que Stalin se preocupaba por conservar a aquellos poetas que pudieran dar cuenta del gran líder con su arte. De hecho, al final de su vida, el poeta acometió la composición de una oda a Stalin con la esperanza de que gracias a ella pudieran sobrevivir tanto él como Nadiezhda. No cumplió su cometido en su caso, pero sí en el de su viuda. Su composición fue paralela a la de otros poemas de signo opuesto que formaron parte de Cuadernos de Voronezh: “El poema concebido artificialmente, en el cual Mandelstam decidió aprovechar todo el material que en él bullía, se convirtió en la matriz de todo un ciclo de poemas opuestos, contrarios a su primera intención”, cuenta Nadiezhda en el capítulo dedicado a la oda y su composición. Según nos dice J. M. Coetzee en su libro Contra la censura hablando del caso Mandelstam, Stalin no solo pretendía que le “loaran”, también buscaba otra cosa: “Hacer que los grandes artistas de su época le rindieran pleitesía era el modo que tenía Stalin de destrozarlos, de hacerles imposible ir con la cabeza bien alta”.

“Al elegir su forma de morir, Mandelstam utilizó una sorprendente peculiaridad de nuestros dirigentes: su excesivo, casi supersticioso, respeto por la poesía: ‘De qué te quejas –me decía-, este es el único país que respeta la poesía: matan por ella. En ningún otro lugar ocurre eso’”, le dijo una vez Osip Mandelstam a su esposa, y el propio poeta sufrió con intensidad este “respeto casi supersticioso” pagando con la errancia y al fin con su vida su independencia. Aunque, según cuenta Nadiezhda Mandelstam, la acusación era lo de menos, en muchísimos casos no la había a priori: “Dadnos al hombre, que la acusación ya la encontraremos”, nos cuenta que decían con frecuencia aquellos encargados de ajusticiar y perseguir en nombre del estado. Gracias a ella, el legado de Osip Mandelstam, tanto espiritual como literario, ha llegado a nosotros a pesar de todos los pesares. 

Para terminar este acercamiento al gran poeta ruso y su trágico final, traemos a esta sección los últimos versos de un poema de su amiga Ajmátova escrito a partir de una visita a Osip y Nadiezhda Mandelstam a Voronezh: “Pero en el cuarto del poeta caído en desgracia / Miedo y musa se turnan en la guardia. / Y viene una noche / que no conoce el alba”.







Vivimos sin sentir el país bajo nuestros pies,
nuestras voces a diez pasos no se oyen.
Y cuando osamos hablar a medias,
al montañés del Kremlin siempre evocamos.
Sus gordos dedos son sebosos gusanos
y sus seguras palabras, pesadas pesas.
De su mostacho se burlan las cucarachas,
y relucen las cañas de sus botas.

Una taifa de pescozudos jefes le rodea,
con los hombrecillos juega a los favores:
uno silba, otro maúlla, un tercero gime. 
Y sólo él parlotea y a toros, a golpes,
un decreto tras otros, como herraduras, clava:
en la ingle, en la frente, en la ceja, en el ojo.
Y cada ejecución es una dicha
para el recio pecho del oseta.

            Osip Mandelstam (Varsovia, 1891-Vladivostok, 1938)
            Traducción de Jesús García Gabaldón



Todavía no estás muerto. Todavía no estás solo.
Con tu amiga la mendiga
Gozas de la grandeza de las llanuras,
De la niebla, del frío y de la nevada.

Vive tranquilo y consolado
En la pobreza opulenta, en la miseria poderosa. 
Son benditos los días y las noches
Y es inocente la fatiga dulce y sonora.

Infeliz aquel que, como su sombra,
Teme el ladrido y maldice al viento.
Y miserable aquel que, medio muerto,
Pide limosna a su propia sombra.

                        15-16 de enero de 1937
            
            Osip Mandelstam (Varsovia, 1891-Vladivostok, 1938)
            De Cuadernos de Voronezh (Igitur, Tarragona, 2002)

Traducción de Jesús García Gabaldón




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