por Laura Giordani
No es sencillo dar cuenta de un libro al que se ha visto germinar y crecer, quizás por profilaxis: esa especie de cordón sanitario que se supone a cualquier labor de lectura crítica. Una cierta distancia, en suma. Pero, ¿Qué significa “distancia” exactamente? En la dialéctica distancia-cercanía hay una cualidad fantasmagórica, siempre re-definiéndose pues la cercanía puede significar tanto un punto vista privilegiado por las hebras ínfimas que permite entrever, y al tiempo, un punto de ceguera que conspira ante cualquier extrañeza. Nada más lejos de esa vocación de distancia; a lo sumo, acompañar un alumbramiento, arrojar algunos cabos para moverse entre sus páginas, miguitas de pan que lleven hasta algún claro de sentido, aunque tratándose de una escritura así, se tratará a lo sumo de claroscuros (si los pájaros o el viento no nos han dejado ya sin referencia alguna).
Hay un hilo invisible que enhebra el libro anterior de Arturo Borra, “Figuras de la asfixia” y Para trazar lo (im)posible” (Colección ONCE, Amargord Ediciones, 2013). En aquel poemario, la palabra poética apretaba nuestra garganta para aflojar –sólo un poco- en la sección final, "Material utopía", en la que se insinuaban resquicios, grietas, para resistir la asfixia
“Para trazar lo imposible” se inaugura con “Las alegorías del viento”, recordemos que la alegoría es una figura retórica que consiste en representar una idea figuradamente a través de distintas formas. El viento opera como alegoría a lo largo de todo el libro; nada más abrirlo, como postigos largamente cerrados, el viento irrumpe y va arrasando desde la primera página de la primera parte subdividida en cinco secciones: “Escombros”, “Gravidez”, “Diáspora”, “Noche soplada” y “Ausencia de suelo” con poemas que intentan topografiar (si eso fuera posible) una tierra arrasada, un suelo que desmiente sin cese su solidez.
En “Ausencia de suelo”, la última sección de Alegorías, vemos cómo el viento ha hecho con eficacia su trabajo, erosionando la forma misma del texto: la puntuación ha ido desapareciendo, el poema pierde sus tejados y vallas hasta quedar completamente a la intemperie, allí podemos leer:
El viento erosiona las piedras. Se agitan aquellas ventanas condenadas a la clausura. Todo sopla aunque no sepamos qué permanecerá. Y si nada persiste, entregarse al fragor del aire.
Y al final de ese poema:
Sin darnos cuenta, nos pusimos a hablar del sabotaje. Y no hallamos más alojo que en el viento. Para trazar lo (im)posible.
Nada nuevo podrá ser edificado desde lo conocido, aquello que la calma de los cómplices deja pudrir en el corazón. El viento opera como agente renovador, no exento de violencia en algún pasaje; de hecho, el libro se inaugura con un aullido resultante de la asfixia.
Nosotros aullamos de horror
/de hambre/ de asco.
Hay también aullido de loba hambrienta a la que las cavadoras han condenado a amamantar sus crías en un erial de espinos talados. Estos poemas inaugurales están llenos de llanto, aullidos; incluso el primer poema aloja a quienes que no pudieron resistir la asfixia y saltaron, los desahuciados, los suicidados de la sociedad, de las cifras naturalizadas del sacrificio cotidiano. Podríamos imaginar en suma el grito de Edward Munch, un alarido que irremediablemente operará como llamador de tempestades y desatará la revuelta que se insinúa y cierra el libro como promesa en “Poéticas de la revuelta”.
Vemos que el viento no sólo hace referencia al “arrase” social, también es portador de las nuevas semillas, como esa fuerza que se lleva lo reseco, aquello que no puede ser más que corteza que hiere los pies.
¿Qué quedará después del vendaval? Pregunta el último poema de esta sección.
En el libro “La última inocencia” que Alejandra Pizarnik publica en 1956, hay un poema titulado “El origen” que dice:
Hay que salvar al viento
Los pájaros queman el viento
en los cabellos de la mujer solitaria
que regresa de la naturaleza
y teje tormentos
Hay que salvar al viento
En 1961, Octavio Paz dedica su libro “Libertad bajo palabra” a Alejandra. En la dedicatoria manuscrita leemos:
Alejandra: las palabras se queman en el viento.
Hay que salvarlas.
Y no encuentro mejor introducción a la segunda parte del libro titulada “En Tierra de Nadie” en la que acontece una intensa reflexión sobre el lenguaje: su resistencia, límites, trampas, su anquilosamiento y su cualidad de escombro. “En tierra de nadie” el arrase ha dado lugar a una tierra sin nombres, sin más que vacío y por ello mismo, propicio para germinar un lenguaje nuevo. Un lenguaje extraterritorial por llamarlo de algún modo, impropio, altricial.
¿Y por qué no escritura sin nombre? Poema de nadie, escrito donde no hay suelo que no se hunda, donde la pregunta es lo único que sobrevive a la condición efímera de las respuestas.
Toda soberanía se funda en un equívoco. La singularidad indefinible del poema se traza en la desaparición de las fronteras.
El viento se lleva no sólo la hojarasca de un mundo caduco, sino el lenguaje reseco que nombra a ese mundo, su sintaxis del yo soberano. La autoría y su autoridad que no es más que otro nombre de la ceguera:
No hay arquitectura espléndida. Algunas notas, un plano que una geografía inestable obligará a deshacer y rehacer incesantemente.
Los nombres mismos se deshacen: el viento socava sus raíces.
Tampoco la escritura poética se vislumbra como morada o lugar definitivo de llegada, por el contrario, sólo mantendrá respirando al poema una infatigable vocación de intemperie. Unos pies que aprendieron a partir antes de que el suelo comience a resultar el lugar de reposo. La segura podredumbre.
Morar en un poema es un oxímoron. Poetizar es ese desbordamiento en el que no hay más que éxodo.
En busca de un contramundo que hay que crear bajo el signo de la catástrofe.
En la tercera y brevísima parte “Poética de la revuelta”, se perfila eso que los amos nos quieren hacer pensar como imposible. Esto explica el prefijo negativo (im) entre paréntesis, la posibilidad sujeta a nuestra capacidad de imaginar otro tipo de mundo, otro tipo de tejido social. Revueltas, asambleas, confabulaciones para trazar una promesa: no una promesa metafísica o absoluta, sino la posibilidad de construir de manera colectiva un mundo en el que respirar sea posible. Cualquier posibilidad de construcción de esa utopía, reside en esas líneas que se van trazando entre nosotros y los otros; el libro anterior, al que Arturo llama “el libro de los otros”, bien podría devenir aquí “el libro de Lo Otro”.
Así, lo imposible vuelve a ser posible. Del trabajo del sueño, acunado en la memoria de las derrotas, depende la reescritura de la historia.
El eco insurrecto de Durruti resuena todavía: "Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones; y ese mundo está creciendo en este instante".
Texto de presentación en Valencia, 3 de Octubre de 2013.
Arturo Borra (Argentina, 1972) es licenciado en comunicación social y actualmente
realiza un doctorado en estudios interdisciplinarios de la comunicación. Ha
participado en las antologías poéticas Aldaba (2003), Cuadernos Caudales de
Poesía (2007), Los centros de la calle (2008), Madrid: una ciudad, muchas voces
(2010) y Por donde pasa la poesía (2011).
También ha publicado el libro de prosa poética
Anotaciones en el margen (2008), la
plaquette Cielo partido (2009), el
poemario Umbrales del naufragio (Baile
del Sol, 2010) y Figuras de la asfixia
(Editorial Germanía, 2012). Y este último libro “Para trazar lo imposible”
(Colección ONCE de Amargord Ediciones).
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