Fer Gutiérrez nacido en Badalona, 1965. Llovía con ansia, a empujones. Varias publicaciones en revistas digitales, colaboración con Karima Editora en Poeta en Nueva York. Poetas de tierra y luna. Todos los febreros cada dieciocho fue su carta de presentación como autor. Un año después y a modo de celebración echa a volar "algo de pájaro quedó"
Laura Giordani
No bastará con la poesía; habrá que tener además los huesos livianos de los pájaros
Fragmentos de "Todos los febreros cada dieciocho" de Fer Gutiérrez
Claros del bosque para un lenguaje devastado. Reseña de "Manca terra" por Laura Casielles.
¿Es posible recuperar un lenguaje
devastado? ¿Y recuperarse de él? Y el mundo, ¿es posible recuperarlo con
palabras rotas? En Manca terra, Laura Giordani parece abrir una ventana
para pensar que sí. O que tal vez, al menos. En sus poemas, el mal y la poesía
atraviesan el siglo como en una batalla escondida pero crucial.
En la mirada sobre la realidad
que despliega este poemario —noveno de la autora—, la destrucción muestra una
doble cara, como esas máscaras inquietantes que giran ofreciendo dos maneras
del mismo gesto. Por un lado, el horror, su irrupción en diversos tiempos históricos:
la colonización que en nombre del progreso arrasó con las formas de vida, el Holocausto,
las guerras en las que perdieron los justos. Por otro, esa forma apática del
desastre que se encarna hoy en la desconexión, en la pérdida de lo común y del
sentido en un mundo saturado de mercado y de pantallas. Quien lee se pregunta
cuál es la conexión entre esos tiempos, qué hilo hay tendido entre sus trampas.
Tal vez —se responde— la urgencia de entender que lo que vivimos hoy no es sino
un nuevo momento, distinto pero equiparable, de la enfebrecida carrera de esa
“extraña estirpe que a su estela de huesos / y vasijas rotas brinda exequias”,
esa Humanidad que mientras cree avanzar va cayendo. Y la constatación de que
nos resulta difícil verlo quizá porque esperábamos una derrota vistosa, un
hundimiento con tambores y campanas, y no este tejido de olvido y soledades. Entre
el tiempo del horror y el de la desidia aparece también el hilo conductor de un
pacto de silencio: “haber visto / y seguir / como si no pasara nada”.
En el prólogo a este libro, Yaiza Martínez destaca la presencia de los árboles y su simbolismo. Habla del Ogham, un
alfabeto usando antiguamente en Irlanda y Escocia en el que cada letra se
correspondía con un árbol, y que siempre ponía en juego, por tanto, por su
propia naturaleza, dos modos simultáneos de decir. También aquí la alusión
parece desdoblarse: los árboles serían por un lado el trasunto de la poesía,
lenguaje capaz de decir más de lo que dice, “ese otro espacio-tiempo donde se
generan los sentidos vitales”; pero también serían los árboles en sí, algo vivo
que permanece a pesar de todos los muertos, “literalmente, nuestra posibilidad
de respirar y seguir viviendo”. Caminando con atención a los árboles, no parece
casual por otro lado que el libro se abra con una cita de María Zambrano: si se
busca un lugar al cual se llega “sin itinerario / solo por imantación”, este
bien podría ser ese claro del bosque que para la filósofa era el lugar de
conocimiento asociado a la razón poética, del que “se traen algunas palabras
furtivas e indelebles al par, inasibles, que pueden de momento reaparecer como
un núcleo que pide desenvolverse”.
.
Son esas palabras vislumbradas las que Laura Giordani parece andar buscando: “Desamortajo palabras / las froto como pedernales / hasta encender el recuerdo de un verbo / sin conjugaciones”. Esa palabra “sustraída de la podredumbre / convenida” la encuentra, claro, en la poesía. Pero antes aún, en otro lugar limpio: la infancia. De manera recurrente, en los textos visita a una niña “ajena todavía a esta violencia / adulta de nombrar”, que es así también un “árbol salvado de la quema / por su savia transparente / no maderable / todavía”. De algún modo, la infancia idealizada aparece como siendo lo mismo que la poesía: un resto de otro tiempo, de otro modo de estar en el mundo, de relacionar las palabras con las cosas. Y ese es el rastro que la autora anda siguiendo: apariciones, claros del bosque en los que lo poético brilla como un modo otro de nombrar, en mitad de la devastación. Así, la segunda parte del libro, “Cantar mientras el mundo se derrumba”, se recrea en “obras supervivientes” que jalonan los momentos del horror. Esas obras no son grandes, no son monumentos, no han pasado a la historia. Son apenas “una diminuta talla de madera de caldén, dos postales con matasellos de Mathausen-Gusen y las veinticinco palabras permitidas, unos versos en catalán escrito en papel de saco de cemento, el dibujo de una mariposa amarilleando en una pequeña maleta de cuero”. “Obras que aceptaron su fragilidad y en esa aceptación, se hicieron sólidas y resistentes” y que en el recuerdo vuelven como “tierra no devastada del todo / donde los árboles / olvidan la tala”.
Hasta ahí, sin embargo, el
universo desplegado en Manca terra puede aún resultarnos familiar.
Conocemos otras poéticas que desgranan los grandes desastres históricos y las
resistencias que han mantenido la raíz de lo humano viva bajo ellos. Lo
especial de la propuesta de Giordani en este poemario llega en la tercera parte
del libro: cómo se conjugan aquellas con su abordaje del hoy. La
pregunta por cómo se ejerce esa “creación como gesto íntimo de resistencia” en
el tiempo de lo fugaz y lo inane, cuando “los ojos se hunden en la pantalla
para no ver cómo el mundo arde afuera”. Salpicadas en su escritura de tono
antiguo y telúrico, las palabras tuit, satélite, gentrificados barrios
aparecen como un golpe, como a destiempo —como un pistoletazo en un concierto,
como decía Stendhal que sonaba la entrada de la política en una obra
literaria—. El lenguaje de los árboles no estaba preparado para hablar de redes
sociales y de dietas. Y, sin embargo, no podemos obviar esta nueva forma de la
catástrofe, parece decirnos Giordani: “Todo derrumbe requiere su música. Y sus
poetas”. Ella se alista para el intento de tender un puente entre lo de siempre
y lo coyuntural: “En un taller de Bangladesh / una niña menstrúa por primera
vez / frente a una máquina de coser”.
La tarea es particularmente
difícil porque, en esta nueva era del desastre, los árboles —es decir, las
palabras— están desgajados, arrancados: “respiran con dificultad —eucaliptos
enfermos en el pecho— todavía recuerdan la hermandad con otros árboles”. El
tiempo de la febril conexión es el tiempo desconectado: “nuestras soledades
despliegan bajo los pies cornisas cada vez más afiladas”. Falta tierra, manca
terra: no se puede ni arraigar ni enterrar a los muertos. Se dibuja un
apocalipsis muy extraño en el que “en la hora final / grababan en sus cámaras
el colapso / y escribían #ultimodía #lacaída #elcolapso”. Ese es uno de los
signos del mal vigente: un modo de nombrar apresurado en que las palabras han
perdido su conexión con las cosas, “un lenguaje ególatra y banalizado que hace
que nos alejemos del pulso de las invocaciones necesarias para la vida de
cualquier comunidad” (síntoma, en realidad, de un mal mayor, porque lo que se
rompió fue también la cadena que une las causas con las consecuencias: “también
escribieron #revolución / en sus i-phones fabricados / por manos esclavas”). El
lenguaje está contaminado: “palabras para entretener, descartables casi todas”,
que “se nos devuelven vaciadas, abusadas y con ese material de derribo debemos
edificar”. Sin miedo a dar pistoletazos en mitad de su propio concierto,
Giordani escribe: “Mientras librábamos batallitas en el significante / ellos
ingresaban en la semilla / nos hacían repetir diversidad / mientras iban
eliminando escrupulosamente / las huellas dactilares”; “ahora lo sabes,
imposible vencer con sus reglas: están hechas para que fracases”.
Ante esa precisa forma de la
devastación, se entiende mejor de qué modo se puede proponer la poesía como
camino —o modo de andar— capaz de ir hacia otra parte: su empeño es por traer
de vuelta las palabras limpias de la infancia, “devolverles el latido,
reanimarlas como al cuerpo de un ahogado”. Entre los paisajes oscuros que
dibujan estos poemas, entre la descripción precisa y cargada de rabia de la voz
que habla, se cuelan otras, que aparecen como gritos de auxilio, como fantasmas
o remanentes de otro tiempo o de otro modo de estar en el tiempo. Articulan
preguntas ante las cuales “los motores de búsqueda no / arrojan resultados / no
pueden responder”. Dicen, en su cursiva que grita: “No recuerdo cómo parir /
No recuerdo cómo morir”. Dicen: “tengo los pies helados / abrázame mamá
/ se me cierra el pecho”. Lo que este libro propone, con su cosmogonía de
árboles y holocaustos y pantallas, es escucharlas. Y con ellas ensamblar una
poética y una política. (¿O tal vez apenas una ética? Volvamos a la raíz común
de estas palabras: llamemos como queramos a la propuesta de un modo consciente
de estar en el mundo). Giordani abre la puerta que deja ver el dolor y luego
dice: “Ahora canta, si puedes”.
Porque el canto, al brotar,
duele. En las palabras laten los pasados que fueron, y también los futuros y
esperanzas —de nuevo Zambrano— aniquilados antes de ser. Todo lo que podamos
decir, si es realmente lenguaje de los árboles, lleva en sí la huella del daño
y de la resistencia, la memoria de la comunidad, que subyace y puede volver la
superficie: “que las lágrimas hagan su trabajo / con las palabras enterradas /
escribir será una súbita floración / en la rama calcinada”. Así, se trata de “escribir
como gesto humano”, para articular “una sintaxis de la reparación”, “una antibotánica
/ que desdiga los herbarios / la anatomía forense de las nervaduras”.
Pero quien dice escribir, ¿qué
dice? La poesía que se propone no puede ser una “minoritaria y minorizada al
modo de reserva o parque protegido”, sino una recuperación necesariamente
colectiva y compartida: “palabra devuelta al lugar común abandonado”,
“remanente del bosque”. Giordani quiere poner “lo poético a salvo de los
poetas”, “tan lejos de esa hipertrofia de los egos, tan cerca de lo que nos
deslumbra y luego se desvanece sin reclamar posteridad alguna”; y no escatima
en dardos para ciertas apropiaciones de lo poético: “nunca escribimos solos,
así lo creemos para sostener esa superstición del ‘artista singular’”. Quien
dice escribir dice guardar en la mano una talla de madera en el monte de
los mamuelches, ver una mariposa en un lugar sin mariposas, pronunciar las
veinticinco palabras que se pueden decir en Mathausen. Preservar la belleza,
tratar de entrar en contacto “como quien golpea / su celda hasta sangrar / para
saber si hay alguien / al otro lado”. “Atravesar el propio corazón, sus zonas
no pisadas”, mantener la “sangre dispuesta / a lo inesperado”. Caminar hacia el
claro del bosque, donde respira como un animal tranquilo la poesía. Pero no la
poesía de los poetas: sino la poesía como ese lenguaje común y
superviviente que asciende hasta “dormirse arriba en la luz”, como quería
Zambrano. Por más que en torno impere lo oscuro. O tal vez por ello.
Laura Casielles
La reseña apareció en el número 32 de la revista Nayagua de la Fundación Centro de Poesía José Hierro, aquí el enlace:
Arraigarse en la falta de lugar: algunos poemas de "Desde lejos" de Arturo Borra
“Húndete en lo desconocido que excava. Oblígate
a girar”.
[Idioma]
querías reconstruir el idioma de tu infancia
cantar la ternura
mirar el techo de la jaula
donde fueron encerrando
los días en silencio
ahora solo escucho
un rumor de hojas que se rozan
-su inocencia arrebatada
vociferando en alguna parte de mí
un alfabeto olvidado

"Como quien piensa en un hombre herido o en un pájaro sin palabras y casi sin aire en el que trazar su vuelo, estos poemas de Arturo Borra ofrecen calma y reposo a quienes caminan y tienen por toda pertenencia «un puñado de polvo en los bolsillos», dan descanso a esos «cadáveres livianos» que «el mar muerto», nuestro mar, trajo a las orillas de un continente blanco, higienizado y anestesiado ante el dolor ajeno; estos poemas lanzan a quienes quieran escucharla su perturbadora apuesta: no sembrar, no nombrar, desbrozar el sendero y pensar sin dejar de caminar, dan fe de esos cuerpos ensangrentados en lo alto de una alambrada que separa el jardín del baldío y, en definitiva, son huellas de una pérdida que quiere ser canto sin voz, testigos de un tiempo de barbarie y de terror que nos interpelan como signos urgentes de interrogación. Y con ese testimonio se transforman ellos mismos en una plegaria por un mundo más justo expuesta al calor de una fogata que aún resiste bajo la lluvia, un acontecimiento en el que se desborda la plenitud de la vida, la extrañeza conjurada del frío"
Fragmento del prólogo de Alfredo Saldaña
Arturo Borra (Argentina, 1972) es
licenciado en Comunicación Social y doctor en Estudios Interdisciplinarios de
la Comunicación. Ha publicado el libro de prosa poética Anotaciones en el margen (MLRS, Valencia, 2008; Ediciones 4 de
Agosto, Logroño, 2014) y El azar de la
historia (Espacio Hudson, Buenos Aires, 2020), las plaquettes Cielo partido (Zahorí, Alzira, 2009), La vigilia del deseo (Ediciones Loto,
Rosario, 2013) y Esplendor saqueado
(Ejemplar Único, Alzira, 2015) y los poemarios Umbrales del naufragio (Baile del Sol, Tenerife, 2010), Figuras de la asfixia. El libro de los otros
(Germanía, Alzira, 2012; Tigres de Papel, Madrid, 2014), Para trazar lo (im)posible (Amargord, Madrid, 2013), todo tanto (Tigres de Papel, Madrid,
2016), Desde lejos (Eolas, León,
2020). Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, portugués, gallego
y rumano. Asimismo, ha publicado el libro de ensayos Poesía como exilio. En los límites de la comunicación (Prensas
Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2017). También ha participado en
antologías poéticas como Aldaba
(2003), Cuadernos Caudales de Poesía
(2007), Los centros de la calle
(2008), Madrid: una ciudad, muchas voces
(2010), Por donde pasa la poesía (2011),
Voces del extremo (2013), En legítima defensa. Poetas en tiempos de
crisis (2014), Disidentes (2015),
Tribu versus Trilce (2017), Árbol de Alejandra (2019) y Los que se fueron (2019). Actualmente
reside en Valencia (España) y colabora en diferentes revistas
hispanoamericanas.
Reencontrar el mundo desde abajo: "De lo inútil" de Julio Espinosa Guerra
Omar Lara
ALIENTO
Una muñeca entre las manos
del mendigo. Su cabeza
brilla cada vez que el paño
pasa sobre la goma.
La observa una y otra vez
con la ternura que los hijos
de los ricos no reciben.
Rastrojo, ceniza, nube. Pequeña
muñeca de goma. Pequeño
regalo. Aliento.
En el cubo de la basura.
Has alumbrado la noche.
En las manos del hambre.
(Para Charles Simic y Mark Strand)
DESABOTONARSE
El hombre llega al hospital
y se desabotona con torpeza:
primero el jersey que compró en las rebajas,
después el que, por viejo y deshilachado,
tiró hace unos meses.
Luego la camisa blanca que usaba todos los días,
la del trabajo y, bajo esa, la que usaba de niño,
la heredada del hermano muerto después de la guerra.
El hombre queda desnudo,
pero se sonríe frente al espejo,
porque tanta arruga le recuerda los paños,
trozos, trazos de los sacos de harina
con que su madre lo envolvía después de nacer.
Sabe que está muerto, pero no le duele.
Sabe que está muerto, porque ya no le duele.
Al final, la muerte era un principio.
El principio del fin de la muerte,
que se ha desabotonado con él.
LO INÚTIL
Y ahí está lo que nos ha sido dado
lo que duerme bajo una piedra,
el ladrido de un perro,
la sonrisa de un extraño,
la noche misma y el sonido del mar.
Una colección de palitos resecos,
de antiguos billetes de tren
o de piedras
o de palabras escondidas en una postal.
Cosas que nadie quiere,
eso que llaman lo inútil,
y que, alguna madrugada triste,
algún año lejano,
le prende fuego a nuestro corazón.
De lo inútil es un reencuentro con el mundo, a partir de una minúscula certeza: hay una inteligencia que no es racional y que nos permite conocer desde el estremecimiento, desde la emoción. Detrás hay un reaprendizaje de los sentimientos y una apuesta por las palabras más precisas y transparentes. Desde una escritura íntima llena de símbolos personales y matices biográficos (en la que se adivinan discretamente las huellas de maestros como Mark Strand, Charles Simic, Omar Lara o Ángel González), Julio Espinosa Guerra se asoma a "lo elevado desde abajo" y nos ofrece, según Dolan Mor, el libro más maduro, más inteligente, más vivencial y más enigmático que ha proyectado hasta ahora.
Más información:
https://www.candaya.com/libro/deloinutil/
Algunos fragmentos de "Sobrante" de Víktor Gómez
Las palabras ensayan su vuelo: un acercamiento al lenguaje poético
Biblioteca Pública de Valencia Pilar Faus
Calle Hospital, 13
46001 Valencia
Teléfono: 96.256.41.30 Fax: 96.256.41.31
email: bpv@gva.es
url: http://www.bibliotecaspublicas.es/valencia
Tres poemas de Idea Vilariño
Tan arduamente el mar,
tan arduamente,
el lento mar inmenso,
tan largamente en sí, cansadamente,
el hondo mar eterno.
Lento mar, hondo mar,
profundo mar inmenso...
Tan lenta y honda y largamente y tanto
insistente y cansado ser cayendo
como un llanto, sin fin,
pesadamente,
tenazmente muriendo...
Va creciendo sereno desde el fondo,
sabiamente creciendo,
lentamente, hondamente, largamente,
pausadamente,
mar,
arduo, cansado mar,
Padre de mi silencio.
Aquel amor
aquel
que tomé con la punta de los dedos
que dejé que olvidé
aquel amor
ahora
en unas líneas que
se caen de un cajón
está ahí
sigue estando
sigue diciéndome
está doliendo
está
todavía
sangrando.
Ya no será
Ya no será,
ya no viviremos juntos, no criaré a tu hijo
no coseré tu ropa, no te tendré de noche
no te besaré al irme, nunca sabrás quien fui
por qué me amaron otros.
No llegaré a saber por qué ni cómo, nunca
ni si era de verdad lo que dijiste que era,
ni quién fuiste, ni qué fui para ti
ni cómo hubiera sido vivir juntos,
querernos, esperarnos, estar.
Ya no soy más que yo para siempre y tú
Ya no serás para mí más que tú.
Ya no estás en un día futuro
no sabré dónde vives, con quién
ni si te acuerdas.
No me abrazarás nunca como esa noche, nunca.
No volveré a tocarte. No te veré morir.

Canción de verano: tres poemas de Hannah Arendt
Hannah Arendt
Fragmentos de "Pecios de la estrella" de César Márquez Tormo
de pampas secas con mares
mas no soy yo completamente.
Me tendí en tu bosque a leer un siempre en las pupilas
y amé-dolí nuestros tallos nuevos.
Pongo mi pájaro raro al servicio de una jaula momentánea.
Aquí sigo
. . .echando raíces
. . . . respirándote.
Pienso en mi vida. De niño tenía miedo a la oscuridad. Hasta que entré el primero en la caverna. Era entrar en un viento nuevo
como quien entra por primera vez al amor. Paciencia y delirio.
Voy abierto.
Pienso en mi cuerpo. ¿Conservará el Espíritu las zanjas de la carne como fósiles de su antigua morada? Mi cuerpo se ha vuelto enjuto como un junco mecido por el viento.
Aliento.
. . . Mi cuerpo es bello. Bella es la vida.
Pienso en el que yo soy. Nada temo. Hace veinticinco mil años que el dolor no duerme. Pero yo soy libre.
Voy abierto . . .voy aliento voy . . . voy
Sí en eso pienso. Pensar es sonreír sin miedo. Y es extraño:
la Estrella me comprende.
Tú estás soñando con arbustos cuando viene.
Te levantas en la noche -la sed-y al regresar
el lecho está limpio: ni rastro de maleza. Notas
todavía su aleteo disoluto sonríes agradeces
su ineficacia.
. . .De nuevo tumbado percibes
una fragancia de hierbas recién cortadas. Y
mejor
intactas
las raíces:
. . . . .bullendo
Y es que tú soñabas con arbustos ígneos.
César Márquez Tormo
Un poema de Blanca Varela
El rayo ha perfumado ferozmente nuestra casa.
Tenemos sed, tenemos prisa por golpear
con el hueso de una flor en la tiniebla.
Hay un árbol talado en esta historia.
Contemplamos el cielo. No hay señales.
¿Es de día? ¿Es de noche?
Murió la araña que medía el tiempo,
sólo hay un viejo muro y una nueva familia de sombras.
Blanca Varela
"Canto Villano. Poesía reunida 1949-1994"
(Fondo de Cultura Económica, México, 1996).
¿Quién habla? Una aproximación a "Por nada del mundo" de Antonio Méndez Rubio
diría no lo estáis. .Y sin embargo, los muertos no son, no pueden ser cadáveres de una vida que todavía no han vivido. Ellos murieron siempre de vida. (Vallejo, Trilce, 174)
La tiranía de la razón
https://www.tendencias21.net/Quien-habla_a44126.html
Antonio Méndez Rubio