Algunas reflexiones en torno a "Los expulsados" de Edgar Borges

                     el niño que mantenía erigidas paredes con la mirada

En la infancia vivimos y, después, sobrevivimos.
Leopoldo María Panero

Los expulsados (2025, Berenice)

Uno de los regalos más hermosos que nos hace la literatura es el encuentro con escrituras que dialogan de manera sumergida, secretean, podría decirse, con otros textos. Como si existiera una suerte de sustrato común e invisible que conecta las raíces de árboles que están distantes en la superficie. Al escribir la reseña de un libro, siempre regresa el mismo temor, que tiene que ver con el peligro de sesgar la lectura, de conducir la atención del lector por una especie de corredor en el que las posibilidades de un texto se estrechan, en lugar de expandirse. Precisamente, esa inquietud se intensifica al abordar una novela como “Los expulsados” (2025, Berenice) que nos propone un recorrido lector totalmente diferente. Edgar Borges va llevando nuestra mirada hasta la estatura precisa desde la que somos capaces de detectar la falsedad de esa sintaxis homicida que llamamos adultez. Con sus mapas y brújulas rotas.

Leemos en la primera página: Tres niños heridos se perdieron en un territorio difícil de ubicar. En su andadura quedaron encerrados en un camino indeterminado. En ese camino la luz iba y volvía, iba y volvía ocasionando un severo trastocamiento visual. Las pocas edificaciones estaban inacabadas; la arquitectura formaba parte de la geografía de la descolocación. La inestabilidad tanto en la luz como en la forma no ayudaba a tener una perspectiva definida de la realidad. Aquellos niños tenían por nombre Sara, Andreu y Marta”.

Los tres protagonistas, dos niñas y un niño, van transitando por distintas estancias. En algunos momentos de la lectura da la impresión de que estamos en una especie de tablero de juego con sus propias normas. Sí, hay algo de juego, de planteamiento lúdico en esta especie de arte de la fuga; cada decisión que tomen los protagonistas los llevará o no hacia adelante. Pero sería, en todo caso, un tablero de juego más parecido al que se despliega ante Grace en la película “Dogville” (2003) de Lars von Trier que al de cualquier juego de mesa. No estamos ante el canibalismo moral de Trier, pero aquí también hay abusos inquietantes. A través de las diez estaciones que estructuran la novela, se despliega un juego sistémico cuyas reglas están determinadas por unos amos invisibles. Su amenaza puede ser percibida en cada página: los padres en la casa, el maestro en la escuela, el DJ que elige la música a cuyo son se mueven deseos y cuerpos. Una suerte de rayuela altamente vigilada, panóptica.


En algunos pasajes de la novela, Andreu, Sara y Marta revelan una edad cronológica diferente, siendo tres cincuentones desencantados. En esta suerte de laberinto, no solo las paredes físicas colapsan y mantienen erigida una frágil estructura que parece estar hecha del material de la derrota, de nuestras memorias pasadas. Las creencias, de alguna manera, son capaces de coagular y dar consistencia a la realidad. El propio tiempo parece haber colapsado; así, los protagonistas saltan a distintos momentos de sus biografías. Las distintas teorías psicoanalíticas nos indican que el trauma es atemporal y se reproduce en un eterno presente que va configurando las experiencias futuras, los muros de esos espacios que nos alojan y nos aprisionan. Como en los relojes derretidos de “La persistencia de la memoria” de Salvador Dalí, el tiempo parece haber colapsado en un pacto terrible: pasado y futuro fundidos en un presente en el que cada decisión puede llevarnos a la salida o a la casilla de comienzo.

Los distintos espacios por los que transcurren las tentativas de escapatoria conforman un territorio generado por la disciplina social y sus ritos de paso o de iniciación: la escuela, la discoteca, la plaza, la cafetería. Lugares en los que se va conformando nuestra sensibilidad y que llevan en sí su propia gramática de adiestramiento, su propia invitación a la narcosis. Por ejemplo, la escuela se muestra claramente como espacio de mutilación temprana donde el pensamiento aprende a autolimitarse para no intimidar o desafiar la lógica adulta. La escuela, lugar de confinamiento de las hebras más tiernas, a la que, siguiendo a Panero, podríamos definir como una institución penal que nos enseña a olvidar la infancia.

Expulsados, entonces, de sí mismos, eyectados de una patria blanda, de una conciencia edénica. Vemos el caso de Marta, la niña que se atreve a cuestionar operaciones matemáticas al profesor y cuyo criterio, podemos sospechar, ha sido doblegado por algún tipo de violencia que está magistralmente insinuado en el libro. Cada uno de los niños, que a veces se nos presentan como cincuentones perdidos en una vida a la que ni siquiera reconocen como propia, ha sufrido algún tipo de abuso. La familia es una prolífica fuente de abuso temprano y de violencia sobre la levedad de un infante. Correazos, castigos corporales, abusos sexuales y otras maneras más sutiles de abuso como la sobreprotección en el caso de Sara. En un pasaje, se nos revela que la férrea rutina en la que su madre le obligaba a crecer era, en realidad, un inmenso sistema protector ante la violencia ejercida por un padrastro.

La discoteca es el territorio de la adolescencia en el que los límites parecen más aprendidos que reales. “A falta de paredes o puertas, se asumía la entrada como si se tratara de un acto de mímica aprendido de manera colectiva”, podemos leer. Un DJ como maestro de ceremonia, garage house, acid techno, ambient house, hormonas, deseos que nos regresan a la violencia original del cosmos.


Para conseguir liberarse hay que ejercer una suerte de alquimia interior, no basta con correr velozmente, no basta con seguir siendo los mismos. Tiene que existir un cambio en el estado de la materia, de evaporación, de cambio de velocidad, una aceleración de las partículas que los vuelva invisibles a los guardianes y sea capaz de iniciar una ascesis liberadora. Es imposible escapar con las reglas que han instaurado los guardianes: están hechas para que fracasen. La fórmula que se pronuncia al final del libro como clave de liberación de un sistema opresivo que ha llegado a formar parte de su propio cuerpo a través de deseos y mandatos ajenos, se resume en una palabra que Andreu pronuncia ante el estupor de sus compañeras: transfiguración. La propia etimología y significado del término nos ofrecen una clave esencial.

La transfiguración es una transformación de algo e implica un cambio de forma de manera tal que revela su verdadera naturaleza. En el plano religioso, es lo que ocurrió a Jesús en el monte Tabor, ante Pedro, Juan y Santiago. Mientras oraba, la apariencia de su rostro se volvió brillante, y su vestido blanco y resplandeciente. Sin embargo, la ruta propuesta por los captores nos ha llevado a un destino inverso que se llama desfiguración: desfigurar al niño, desfigurar su capacidad para imaginar. Los territorios que van recorriendo nuestros tres protagonistas son espacios precarios e incompletos que parecen erigidos con el continuo desguace de la infancia.

Debido a la tremenda gravedad del laberinto, los compañeros de fuga pueden, a su vez, convertirse en guardianes de esos espacios. Como le sucedió a Daniel, el daño puede hacernos olvidar quienes somos.

Siguiendo el rastro de conexiones subterráneas de “Los expulsados” con otras obras, llegamos al “Autorretrato” (1937) de la pintora surrealista Leonora Carrington, también conocido como “En la posada del caballo del alba”. En el cuadro podemos observar a la artista sentada con las piernas abiertas, apuntando a una hiena preñada, mientras por encima de su cabeza flota un caballo mecedor. Detrás, una ventana nos muestra un jardín en el que un caballo blanco galopa hacia lo lejos. Ante la inquietante escena que conforman Leonora, la hiena, el caballo mecedor y la ventana, nuestra mirada se encuentra atrapada en una especie de vórtice visual. La única salida de esa posada, que convierte a los caballos en madera e inmoviliza cualquier resorte de rebelión, parece ser el galope feroz.


Otro filamento luminoso me lleva a “El niño que bebió agua de brújula ” del poeta y cineasta Julio Mas Alcaraz, poemario publicado en 2013 en la desparecida editorial Calambur. En un poema del libro leemos:

Al despertar, el yo niño muerto. Tiene quemaduras y ampollas
en sus dedos. Lo recojo en mis brazos, las piernas juntas en mis
manos, su cuello hacia atrás.

No logró aprender a respirar las violentas luces de madrugada
que entran por la ventana.

Tiempo 3, poema III


Y, por último, una conexión entrañable de “Los expulsados” con “Micelio”, poemario en el que he estado trabajando en los últimos años. De estas afinidades involuntarias e hilos invisibles daba cuenta el propio Edgar: “Escribo en ‘Los expulsados’ que “La primera vez que Sara, Andreu y Marta lograron escapar de la cafetería, tenían la peligrosa edad de los cincuenta años de vida. Cada uno salió con un cuchillo en mano…” En un poema de ‘Micelio’, Laura Giordani escribe: “Cómo un niño de cincuenta años sollozaba detrás de su corbata de seda…”

Irse del camino, volverse humo, no dejar rastro. O como la memoria recordará a los futuros cautivos (es decir, a nosotros), el corredor se hizo bosque. Esta frase final está señalando un camino; quizás, una clave de liberación para los que vienen.

Laura Giordani



Reseña publicada en la revista de literatura "Abisal margen" el 24.07.2025

"El niño que mantenía erigidas paredes con la mirada".
Laura Giordani reflexiona sobre Los expulsados, una obra en la que Edgar Borges «va llevando nuestra mirada hasta la estatura precisa desde la que somos capaces de detectar la falsedad de esa sintaxis homicida que llamamos adultez».


https://abisalmargen.webnode.es/l/el-nino-que-mantenia-erigidas-paredes-con-la-mirada-por-laura-giordani/


Edgar Borges

Nacido en Caracas y radicado en España desde el año 2007, es autor de obras literarias como La ciclista de las soluciones imaginarias, La niña del salto, Enjambres, Ser gato y Figuras. En 2025 la editorial Berenice publica su nueva novela "Los expulsados". Finalista del Premio de Novela Ciudad Ducal de Loeches (2008); Premio Internacional de Novela Albert Camus (2010); Beca Residencia en el Centre d’ Art La Rectoría, de Barcelona, con proyecto de investigación novelada sobre la obra de Peter Handke y la censura mediática (2011).

En su literatura la ficción es una fuerza que trastoca la noción de realidad que nos enseñan. Autores como Enrique Vila-Matas, Peter Handke, Verónica García-Peña y José María Merino han destacado este enfoque en la obra de Edgar Borges.

Desarrolla el programa de creación literaria Crear desde las sensaciones para pacientes con alzhéimer, y el proyecto literario La ficción como vía para transformar la realidad, en centros penitenciarios como el Edgecombe Correctional (Nueva York) con Osborne Association. En 2016 la Superintendente de prisiones de Nueva York, en nombre del Gobernador de esa ciudad, entrega un reconocimiento a Edgar Borges por su labor creativa con los internos.


https://es.wikipedia.org/wiki/Edgar_Borges


Preludio- Fragmento de la novela ‘Los expulsados’ (Editorial Berenice, España 2025), de Edgar Borges.
Las artistas Lucero  Alcaraz (lectura y montaje) y Jennifer Rodríguez (guitarra y adaptación libre del tema ‘Starman’, de David Bowie, realizan un booktrailer de la novela original del escritor venezolano.






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