Uno de los móviles de la poesía arraiga en lo amoroso,
pero otro tiene su raíz en la violencia, en alguna clase de
rabia o intemperancia. [...] El poema, como el paisaje,
es lugar donde se nos permite hablar con los muertos;
también donde se nos permite sentir el dolor.
Olvido García Valdés
Algunas anotaciones para perderse
Estas trazas no pretenden constituirse en prólogo; a lo
sumo, son el intento de esbozar algunas sendas para
adentrarse en la espesura poética que desde los primeros
versos se despliega ante nuestros pies e invita a perdernos.
Sendas que se desdibujan y se rehacen a cada vuelta de
página, un puñado de anotaciones dejadas caer como
miguitas luminosas para invitar al recorrido, si estas no
acaban antes en el buche de esos pájaros ciegos y heridos
que sobrevuelan los poemas.
¿Qué palabra con sombra
para nombrar la casa?
¿Qué palabra salpica a los pájaros
que vuelan como heridos?
El libro está atravesado por apariciones y espectros. Vivos
y muertos se reencuentran en las páginas y la linealidad
del tiempo se hace añicos: ingresamos a una especie de tiempo primigenio
en el que al nombrar muertos, nacen orugas musicales.
Tiempo circular en el que subsisten esas sobras de amor
que nadie recoge y en el que algo muere en algún lugar
para sostener lo que vive. Como señala María Zambrano
en la cita que acompaña unos versos: «Ligeramente se
curva la luz arrastrando consigo el tiempo», también aquí
la palabra se curva operando en el pasado, dibujando
agujeros de muerte en el sueño de los vivos.
No entiendan los muertos que están muertos,
y llamen a nuestra puerta
como seres visibles que aún huelen las rosas.
En estos tiempos de pugna por lograr visibilidad y
reconocimiento, el ego del artista termina eclipsando y
haciendo famélica la obra. Ester Folgueral sabe escuchar,
aprendió a esperar la palabra necesaria, camina descalza
(así anda su escritura) para entrar a esa habitación
blanca y vacía en la que se escribe sin que nadie nos vea.
Escritura coherente con una actitud vital cuya nota clave
es el despojamiento, el deshacerse de todo lo sobrante,
lo inútil, lo altisonante.
Su poemario consta de tres estancias porosas,
comunicadas por la imagen de la toma de tierra.
En la primera de ellas, El vulnerable animal, hay un
descenso a las raíces, al árbol de la infancia, a un mundo
en el que la casa abierta es atravesada por fantasmas y se camina a la sombra de los muertos. El tiempo vuelve sobre
sus pasos y las palabras no alcanzan para nombrar, con
los ojos desmesurados del niño que asoma al mundo sin
defensas, ante una herida completamente abierta. Solo
el niño ve al muerto en el espejo y la infancia dura hasta
que comprendemos que no hay dulzura que encuentre
duración en la lengua de los vivos. Mirar nuestra propia
vulnerabilidad a los ojos y no olvidar esas criaturas que,
en la insignificancia que les asigna la impostura adulta,
aún sueñan lo que importa, aún cantan lo que importa.
En El río lava el tiempo, hay un recorrido por la herida,
por paisajes de lo que ha sido expoliado y, aun así, el
atrevimiento de abrir la casa donde todos han muerto
para alojar a los que quedan. La corriente de este río
lleva las pérdidas, amantes que partieron o no tuvieron el
valor de amar. Las despedidas. La memoria reconstruida
y el reconocimiento de todas las muertes que sostienen
lo que hoy vive. Y su agua es capaz también de lavar
las heridas. Circulares como el río, reverdecemos sobre
tanta hoja seca, vivimos de lo sumergido. Sanar en el
interior del tiempo. Alimentar a los muertos que nos
sostienen.
La última estancia se titula Resistencia. Apurando
el concepto de toma de tierra, resistencia es toda
oposición que la corriente encuentra a su paso,
cerrando, atenuando o frenando el libre flujo de los
electrones (de las palabras). Cuando la resistencia es
elevada, comienzan a chocar unas con otras y a liberar energía en forma de calor. Ahí, en ese punto de fricción
y liberación, comienza precisamente lo poético. La
palabra revelando todo su potencial, sacudiéndose la
inercia de los circuitos normalizados. Esta es la paradoja
de la palabra poética: lo que hace que la herida, como
nos recuerda Anne Carson, irradie su propia luz.
Resistencia:
no tocar el muerto
cuando el muerto tiene hambre,
y llorar como un bebé
bajo el árbol.
En Resistencia la curación es posible. Hay un movimiento
hacia la restauración que hace posible decir lo que
importa, aunque sea con fragmentos, con restos de lo
vivido: Hacer dulce lo amargo. Encender las rosas.
Laura Giordani.
Mayo 2015
Prólogo de Toma de Tierra
(Editorial Gravitaciones, 2015)
Ester Folgueral en el hayedo de Busmayor, El Biezo
Salir a gatas por las raíces, nuevo y sin nombre […]
Intentar hablar y casi conseguir
sanar en el interior
del tiempo y otras personas.
Ted Hughes
III
y llamen a nuestra puerta como seres visibles
que aún huelen las rosas.
Pero su sangre, arena.
Pero su pelo,
pelucas en el escaparate de la ciudad castigada.
¿Qué palabra con sombra
para nombrar la casa?
¿Qué palabra salpica a los pájaros
que vuelan como heridos?
¿Qué volumen de luz la palabra leche,
con el frío lamiendo sus pezones?
Nombras muertos y nacen orugas musicales.
La agenda del corazón siempre gana lo perdido.
No entiendan los muertos que están muertos,
y llamen a nuestra puerta
como seres visibles que aún huelen las rosas.
VI
La serpiente escribe en piedras
con su lengua amorosa.
Con su lengua amorosa
el viento dibuja agujeros de muerte en el sueño de los vivos,
miel que no se guarda en un vaso de juncos.
La serpiente escribe
que la miel no dura en la lengua de los vivos.
El hayedo de Busmayor, El Bierzo.
Aquí los vivos comen luz caliente
con cucharas de hueso.
Las tallaron los pájaros
en jardines abandonados.
Toma de tierra.
Todo hombre es un árbol:
sus extremidades ramificándose;
lo inútil
baja
a morir en las raíces.
Aquí los muertos comen la luz fría,
su ceniza alimenta nuestras hojas,
la fragilidad verde de la rama.
Ester Folgueral (El Bierzo, León) es poeta, periodista y profesora de escritura creativa. Licenciada en Periodismo en Madrid; trabajó y colaboró en medios como El País, Canarias 7 o el Diario de León. Actualmente imparte talleres de creación literaria en Ponferrada.
Ha publicado cuatro libros de poesía: Iucharba (1988),La espada azul (Premio Nuevas Escrituras Canarias, 1995), Memoria de la luz (Mención Especial Premio Manuela López, 2006) y Lo indestructible (2010), así como la plaquete La cuenta (2010) con grabados de Miguel Ángel Curiel y Juan Carlos Mestre.
Sus poemas han sido recogidos en antologías como Poesía para vencejos (Fundación Instituto Castellano y Leonés de la Lengua, 2007), Sagrado Invierno (ed. Luis Carnicero, 2012) o Claraboya y sus amigos (Eolas, 2014).
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